jueves, 29 de marzo de 2018

Legitimidad, ¿para qué?



Legitimidad, ¿para qué?

Casa con dos legitimidades es difícil de guardar. A veces se hace necesario volver al pasado para poder mirar el futuro del presente. La Revolución francesa, por ejemplo, se nos dice como el momento de triunfo histórico de la burguesía, aquella clase social, recordarán, que se construyó alrededor del contrato mercantil –soy lo que compro y lo que vendo–, con su correspondiente sistema de legitimación estético –el aprecio es el precio–, social –el hombre es un ser abocado al intercambio (mercantil)– y político –el mercado es la única comunidad real. Pero no se nos dice que la salida de la revolución fue la restauración con sus aduanas: la permanencia de las legitimidades aristocráticas: la estética como distinción elitista; la nobleza de lo que no tiene precio, la humanidad como ente por encima del mercado. Extraña convivencia de dos sistemas de legitimidad en la que se movieron hasta ayer mismo obras y autores de la modernidad, acaso definida acaso por la misma dificultad de hacer compatibles ambas legitimidades.
Nada tiene de extraño que tan interesada convivencia produjera su propia crisis: las vanguardias. Porque las vanguardias, con la tectónica de fondo que suponía la lucha de clases como deslegitimación de la burguesía, vino a proponer tanto una ruptura con la legitimidad aristocrática: una estética no elitista, como la negación de la legitimidad burguesa que se encarnaba en el humanismo de esencias, ahistórico y abstracto. Mas cuando los terremotos revolucionarios cesaron, cuando la revolución dejó de ser una amenaza para devenir en mera alternativa (electoral, cultural), las vanguardias dejaron de actuar como negación, aunque su herencia, la sospecha, permaneciese en el seno de una tardomodernidad que hizo de esa desconfianza su rasgo pertinente: el arte como acción de un narrador que cuestiona su narrar. El sosiego moral del autor que dice estar cavando su propia tumba.
Esperando a los bárbaros que ya estaban dentro. La buena nueva de la postmodernidad vino a sacarnos de la esquizofrenia que acarrea la sospecha y de ahí ese aire de salud mental con que se presentó: abajo las cadenas, todas las legitimidades son válidas porque no existe ninguna. Si la condición de la vanguardia consistía en llevar una posibilidad hasta su extremo, ahora se trataba de llevar la propia imposibilidad hasta sus límites y mostrar así que éstos no existen. El sueño de mayo del 68, pidamos lo imposible, se ha cumplido. Todo es posible: el narrador fiable, el narrador que desconfía y el narrador que desconfía del narrador que desconfía. El deconstructor que me construya buen reconstructor será. Pero la falacia de la postmodernidad es que no todas las legitimidades son posibles, pues tan sólo una es real: la legitimidad del mercado, que a la postre se muestra como inservible porque las mercancías otorgan beneficio pero no pueden legitimar aquello –el arte, la cultura– que precisamente se autorreferencia como el plus que ninguna mercancía alcanza.
Estamos asistiendo al siglo de oro de una burguesía que fin ha conseguido librarse de las rémoras aristocráticas que otrora le sirvieron para legitimarse. Ahora sí, ahora el contrato es el único código de relación social, cultural, político que ha mandado a la estética al baúl de los recuerdos, donde habitan los quejumbrosos de la alternativa y de la noble autonomía del arte. Tanto hablar de la muerte del arte y de la desaparición del autor, y ahora resulta que el capitalismo se ha convertido en el más radical de los movimientos antiarte. En pleno despliegue global la burguesía ha decidido que ya no necesita vestirse con ropajes ajenos y que su propia ley, la lógica del beneficio, es la única palabra legítima. Le llega con su propio cuerpo y ha decidido vender hasta su alma. Pero ¿puede el rey afirmar que está desnudo y seguir siendo el rey? Y a esa corte real que durante siglos ha venido defendiendo y propagando que la tela mágica, lo estético, existía, ¿qué porvenir le aguarda?
Cada uno contra cada uno y Dios contra todos. La mayoría de los afectados se ha plegado al nadar y guardar la ropa (del amo). Y olvidándose de la tela mágica se han reconvertido con gozo en los nuevos sastres y proveedores de palacio. Una legión de novelistas, plásticos, arquitectos, escultores, curators y curanderos trabajan para la intendencia real: narraciones para entretener el insomnio del rey y de sus vasallos, mansiones, museos, bodegas y auditorios donde acontezca lo bonito, frescos para las nuevas catedrales, desfiles, bienales e instalaciones para renovar el muestrario, residencias privadas diseñadas a la carta. Los nuevos integrados no tienen problemas de legitimidad. Como los marxistas vulgares, antaño tan denigrados, no precisan de mediación alguna entre la infraestructura (el capital) y la superestructura (la exhibición simbólica de su poder). Ya no necesitan preguntarse quién habla cuando hablan: aceptan lukasianamente que la clase habla en y por ellos, y que si los requiere es para socializar por la vía del consumo de masas su poder. Los apocalípticos de derechas viven en la queja por la distinción perdida, los de izquierdas habitan en la perplejidad: el apocalipsis ha llegado, todo lo sagrado se ha desvanecido en el aire, pero todo sigue igual o peor, como si se cumpliese la advertencia de Marx sobre el progreso por “el lado malo” de la historia. La suya es la historia de un desencuentro entre el yo y la Historia, y hay quienes buscan en ese extravío un último refugio estético agarrándose al deseo teológico de una imposible legitimidad autogenerada. Y acaso unos cuantos, en sus cuarteles de invierno, con la legitimidad que otorga el combate, tratan de encontrar la imaginación que no posee el solitario, mientras esperan que la clase deslegitimada les conceda la oportunidad de destruir los sueños creativos de ese sujeto individual que Dios creó a su imagen y semejanza.

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