martes, 6 de febrero de 2018

El editor como crítico frustrado





El editor como crítico frustrado.
C. B.


Introito

A modo de captatio benevolentia quisiera adelantarles que a lo largo de mi intervención van sin duda a escuchar conceptos y términos que pueden chocar contra lenguajes y conciencias hoy hegemónicos. Conceptos como el de hegemonía para no ir más lejos, o lucha de clases o sistema de producción, estructura y superestructura, responsabilidad, propiedad privada o aparatos ideológicos del Estado. Hubiera podido intentar hacer caso de algunas sugerencias al respecto y hablar mejor de complejidades en la formación de la dinámica social, de parámetros de innovación en las intervenciones del retorno mercantil, condiciones de emergencia o ruptura en la autonomía cultural, esferas actuantes en la receptividad de los destinatarios, de autopoiesis textual o de auto y heterodescripción de observador observado. Si no lo he hecho así les confieso que no es por ganas de molestar. Sinceramente, a mi edad y con mi sueldo renovar mi vestimenta es algo que queda lejos de mis alcances. Como decía el poeta: Yo también podría olvidar pero no me pagan lo suficiente(*).


Conceptos previos.

Siguiendo la estela de Raymond Williams antes de entrar en el objeto de mi ponencia pongo por delante alguna palabras o conceptos llave desde los que armaré mi exposición.

Literatura: entenderé por literatura en sentido global aquel conjunto de discursos públicos a los que, en cada época y tiempo histórico determinado, una comunidad otorga la condición de literarios y en el que se agrupan aquellos textos mediante los cuales la propia comunidad se narra y se muestra a si misma. Es decir la literatura como “respiración semántica” de la vida social. En sentido fuerte entiendo que la literatura es un acto de violencia, yo hablo, tu escuchas, una invasión, el desembarco de una propuesta de lenguaje, el elaborado por el autor, en el territorio del lenguaje de lector y por lo tanto en su narración del yo. Como tal acto de violencia su performatividad exige una legitimidad que sólo la comunidad a la que se dirige puede otorgarle en cuanto que la comunidad es la depositaria y dueña, en principio, del uso privado de un bien común: la palabras e historias colectivas. La concesión de esa legitimidad es una responsabilidad que concierne a la comunidad que está, por tanto, obligada a exigir a su vez responsabilidad a los productores de esos discursos, entendidos en su sentido más amplio, a los que se confiere la capacidad del uso público de la palabra. La literatura como un pacto de responsabilidades. Habría que entender por comunidad el agrupamiento de hombres y mujeres alrededor de una determinada idea del bien común o al menos como un estado de convivencia caracterizado por el consenso acerca del modo de producción de que haya de ser el bien común. Ni que decir tiene que la comunidad teórica a la que nos estamos refiriendo se ha venido traduciendo en la práctica histórica en formaciones sociales distintas, variables y dinámicas, dentro de las cuales grupos sociales concretos o clase sociales en el sentido tradicional propio de tradición marxista, han venido acaparando y usufructuando de modo violento la representación de la comunidad toda, el control de los modos de legitimación y, por supuesto, la construcción de la idea de bien común. Esto actualmente se traduce en un escenario capitalista en el que los dueños de los medios de producción son los que, bien directamente bien a través de sus administradores, mayordomos, capataces, magos y sumos sacerdotes, acaparan la representación, controlan el sistema de legitimidades y la producción de ese imaginario colectivo que hemos llamado bien común, mediante la utilización violenta de mercado capitalista donde tiene lugar la producción de mercancías, su circulación, su consumo y su modo de consumo. El mercado como modo de expresión perfecto aunque acaso perfectible, quizá mejorable, pero ontológico, definitivo, el fin de la historia puesto que la historia sería de este modo, una criatura más del mercado. En estas condiciones el pacto de responsabilidades, que desde mi punto es elemento constituyente de lo que entiendo por literatura, si bien permanece a modo de sombra ha sido sustituido por un pacto mercantil: el precio: yo vendo y tu compras.

Critica: entiendo por crítica la expresión manifiesta de esa responsabilidad que la comunidad posee de modo irreductible acerca de lo que atañe al uso de las palabras e historias colectivas. Sería por tanto la puesta en práctica que la comunidad hace de aquella responsabilidad que posee en origen para legitimar el uso legítimo o ilegítimo que un texto literario contenga. La crítica sería el garante del pacto de responsabilidades mencionado y su modo de expresión vendrá evidentemente determinado por el escenario social donde la actividad tenga lugar. La crítica hoy, en las condiciones actuales marcadas por un capitalismo que tiende de manera acelerada a no admitir más legitimidad que la del mercado ni más pacto que el precio, supone, si se quiere seguir hablando de crítica, un acto de oposición desde una legitimidad que es negada por el sistema contra la legitimidad que el sistema propone y que tiene pretensión de única. El enfrentamiento entre dos modos de entender la literatura: como pacto entre responsabilidades, como pacto de mercaderes. La crítica como tribuna de lo que queda de la comunidad. Alguien dirá que en las sociedades actuales nada queda de esa teórica comunidad. A esto sólo se puede responder de dos formas: pues si nada queda de comunidad la crítica es imposible, o bien, la comunidad subsiste como metáfora y por tanto la crítica sería una metáfora levantada sobre otra metáfora. De estas dos salidas me quedo con la segunda: la crítica como una metáfora al cuadrado.
En la practica cotidiana sea metáfora sea la nada, sombra o fantasma de algo que nunca existió, la crítica se expresa a través de los mecanismos de expresión propios de las sociedades capitalistas, es decir, a través del capital. Dado que quien en primera instancia edita los textos literarios y los propone como tales es el capital y dado que la crítica toma cuerpo en los medios de expresión que posee el capital, sería conveniente dejar de considerar la critica como lugar de encuentro entre el texto y el crítico puesto que, materialmente, lo que se produce es un diálogo entre capitales y si bien en esencia el capital es único, bien sabemos que existen capitales distintos en razón de sus diferentes estrategias para llevar a cabo su inexorable destino: su reproducción ampliada. Dicho de otro modo: la crítica como enfrentamiento entre diferentes estrategias del capital en sus luchas por usurpar y rentabilizar los imaginarios y las subjetividades colectivas que la reproducción ampliada requiere. Evidentemente esto no niega que en un nivel más superficial la crítica aparezca como diálogo entre texto y crítico pero determina, y debería ser consideración a retener, que el texto que el crítico lee no es un texto privado o personal ni lo es tampoco el texto de la crítica. Cabe finalmente señalar que la aparición del llamado ciberespacio ha alterado al menos en apariencia estas condiciones de producción y será necesario detenerse en las alteraciones que este fenómeno está provocando o puede originar. Dejaré esta cuestión y sus efectos colaterales como propuesta para la discusión posterior a mi exposición.

Editar. Editar es hacer públicos, publicar, determinados textos privados. De esta simple definición se concluyen los dos movimientos propios de la edición: la selección o determinación acerca de qué textos privados pasan a ser públicos, y el hacer público en su doble sentido: hacer llegar al público los textos y hacer público en el sentido de agrupar a un determinado número de lectores alrededor de una propuesta literaria que otorga al grupo una identidad compartida: el público de Aira, el público de Fogwill, el público de Vila-Matas, por ejemplo. Dejo también para el coloquio lo que atañe a la edición virtual vía internet, para volver a señalar que quien en realidad edita es el que tiene medios de producción que le permitan efectuar los dos movimientos indicados, es decir, quien en realidad edita es el Capital y para no recaer en simplificaciones retromarxistas les recuerdo que el Capital no es un monolito uniforme libre de contradicciones y enfrentamientos.
El editor literario, entendiendo por tal al dueño del capital necesario, selecciona personalmente, en pocos casos, o a través del criterio que compra en el mercado de fuerzas de trabajo: Directores Literarios, Directores Editoriales, Directores de Colección, Agencias Literarias, scouts…., aquellos textos privados que va a proponer como textos literarios. ¿Y qué es un texto literario?, pues en principio aquel que la edición literaria propone como tal. La edición por tanto sería razón necesaria aunque no suficiente para su caracterización como tal, pues la capacidad de homologación de un texto como texto literario recae también y en un grado relevante sobre las otras instancias o instituciones a las que el conjunto social ha legitimado para tal función: la crítica, el sistema educativo en todos sus grados, el mercado. Valga también comentar dos cualidades que la edición, desde su aparición en el mundo clásico, confiere de modo inherente a los textos: la capacidad de romper las barreras temporales y espaciales, transportar las palabras más allá en el tiempo del momento en que son elaboradas y más allá del espacio donde se producen. Dos cualidades que aplicamos a la condición divina en cuanto omnipresencia. Esta condición por ósmosis ha venido tradicionalmente tiñendo de un cierto aura sacra tanto a la literatura, entendida como transporte de almas, como a los autores, a los que la escritura torna inmortales, como a la edición literaria, el editor como sacerdote o hierofante sin aparente contradicción con su condición más terrestre: la mercantil. Y así Cicerón encomendaba a Gelio, su editor y dueño del taller de copistas, el respeto por sus palabras, “a tus copistas encomiendo mi espíritu” mientras que Marcial reclamaba al suyo el pago pronto de los beneficios que a él como autor le correspondían.
En cualquier caso entiendo que el editor literario es un crítico en tanto que critica, criba y enjuicia acerca de la cualidad literaria de un texto. Lo de crítico frustrado lo abordaremos a continuación una vez delimitados estos tres términos llave, literatura, crítica, editor, sobre los que seguiremos reflexionando.

La Bella y la Bestia.

El Diccionario de la Real Academia define la frustración como acción o efecto de frustrar o frustrarse y aporta tres acepciones para el verbo frustrar: Privar a uno de lo que esperaba// Dejar sin efecto, malograr un intento y Dejar sin efecto un propósito contra la intención del que procura realizarlo. Frustración por tanto como consecuencia de una circunstancia ajena al sujeto frustrado y frustración como causa imputable al propio sujeto. Más allá de la Real Academia en el lenguaje ordinario aplicamos al concepto frustrado connotaciones que remiten a humillación, rencor, resentimiento o impotencia y como editor literario todas ellas las asumo.
No comparto la grata imagen del editor como creador que se expresa a través de su catálogo, entre otras razones porque siempre me ha parecido un acto ante natura que un editor se edite a si mismo. Pero voy a acudir a una propuesta de corte semejante para intentar, recurriendo a la narración, explicar algunos rasgos que en mi propia práctica como editor he ido encontrando. Narrar es un procedimiento de lenguaje que permite decir lo que no se sabe decir, ya saben ese modo de enfrentarse a una resistencia dando un rodeo y que en la charla coloquial se utiliza con frecuencia: “Mira no sé como decirlo, mejor te pongo un ejemplo”. El eixemplo como raíz de la narración. Pues bueno, la tarea de un editor consiste en intentar reescribir con éxito la historia de la Bella y La Bestia encontrando un final feliz, y fueron felices y editaron perdices, sin tener que acudir a la magia o al encantamiento. En nuestra historia la Bella es la Literatura, una de las Bellas Artes, la Bestia es el Mercado: frío, huraño y dominado por la rentabilidad. Si siguiera la narración tradicional le adjudicaría a la Bestia el origen y la causa de todas las dificultades. Les adelanto que no va a ser así, que será a la Bella a la que achaque parte relevante de las causas y orígenes de mi frustración y desgracias como editor, pero aun siendo así me parece necesario detenerme en el retrato de la Bestia.




La Bestia: el Mercado

Quisiera en primer lugar señalar que a esta bestia no le confiero personalidad humana sino de monstruo y me suscita profundo rechazo el proceso de personificación con que nos solemos referir a él. No existe el Sr. Mercado así que es inútil disparar contra él. El mercado es, sigue siendo, un lugar de encuentro entre la oferta y la demanda, entre productores de bienes ( o males) y necesitados de bienes ( o males) y es el mercado como lugar sin duda una de las invenciones más relevantes de la historia de la humanidad. El mercado como solución técnica a un problema que atañe al tiempo humano: un espacio que resuelve problemas de temporalidad: concentrar en un espacio tiempo una oferta que tiene su propio ritmo de producción y unas necesidades que se generan a su vez obedeciendo a su propio calendario. El mercado como medio y lugar donde se produce información necesaria para que la actividad productiva humana y la actividad destructiva humana, el consumo o satisfacción de necesidades, “se comuniquen, lo que en palabras de Niklas Luhman se traduce en “se pongan precio”. No creo que haga falta recordarles que todo lo hasta ahora dicho es falso si hablamos del mercado capitalista y máxime del mercado capitalista realmente existente. No voy a ponerme en plan marxista – aunque una buena dosis de marxismo vulgar no le vendría mal a nadie- para recordarles que hoy es casi imposible encontrar productores directos en el mercado o que las necesidades llegan al mercado luego de ser elaboradas fundamentalmente en el mercado acaparado por los productores de necesidades. De aquel mercado arcaico, idílico y medieval, con sus tenderetes, saltimbanquis y recitadores de cuentos o cantares de ciego ya no queda nada. Hoy el mercado no es lugar de encuentro de oferta y demanda sino el medio de producción tanto de la oferta como de la demanda. Hoy no se produce para el mercado sino en el mercado. Como ven la Bestia tiene hoy más aspecto de Manga japonés que de Walt Disney. Y su velocidad se ha acelerado cuantitativamente y sus modales también: expulsa la rentabilidad a largo plazo, presiona contra la rentabilidad a medio y exige rentabilidad a corto o cortísimo plazo. Su música viene marcada por el precio internacional del dinero. Les podría poner algún ejemplo de cómo una subida del precio de interés monetario actúa casi directamente sobre la programación editorial. No lo he hecho nunca pero veces ganas he tenido de explicar en la carta de rechazo de algún manuscrito que, si bien en las condiciones del momento no puedo editar tal libro, en caso de que el precio del dinero descienda quizá pueda aceptar su publicación. Vivimos al son de un mercado que muchos llaman globalizado, yo preferiría llamarle imperializado o dolarizado, pero quisiera hacer hincapié en que aparte de globalizarse internacionalmente el mercado se ha vuelto global en los territorios nacionales. Quiero decir con esto que ha expulsado de los mercados nacionales a aquellos competidores internos que también participaban en mayor o menor grado en la modelación, construcción o socialización de imaginarios colectivos, modelos de conducta o mecanismos de auto y heterodescripción, por ejemplo puede afirmarse que, en lo que atañe al consumo de libros, casi, subrayo el casi, se ha hecho con el monopolio de la producción de necesidades. Muchos de ustedes recordaran , pues no han pasado tantos años desde entonces y supongo que en la Argentina pasaba lago semejante a lo que sucedía en España al respecto, que en las necesidades de leer intervenían de modo sobresaliente la institución educativa, la Iglesia, determinados movimientos políticos de izquierda más o menos marxista y la propia Institución Literatura a través de los medios literarios propios: prestigios, revistas, celebraciones y cada una de estas instancias, Educación, Iglesia, Política, Literatura generaban por decir así su propia lista de los libros que el lector literario necesitaba leer mientras que el mercado, si bien ya era determinante a la hora de fijar que necesitaban leer los lectores no literarios, respecto a lo literario actuaba de modo subalterno. A finales de los años sesenta y principios de los setenta los escaparates de las librerías literarias se conformaban en función de parámetros en los que intervenían instancias políticas ligadas a la resistencia cultural antifranquista que contaban con sus propios medios de expresión y formación de necesidades: revistas como Triunfo o El Viejo Topo o Ajoblanco y suplementos culturales como Informaciones de las Artes y las Letras del periódico tímidamente liberal Informaciones. Es decir el mercado, que ocupaba sin competencia lo que llamaríamos el espacio de la literatura industrial o comercial competía con otras instancias a la hora de crear y modelar las necesidades de lectura. Hoy ya casi no encuentra competencia, vuelvo a subrayar el casi, y a la vista de los suplementos culturales de los periódicos más importantes y en ausencia de revistas con peso relevante cabe decir que es el mercado, a través del marketing editorial, el que diseña sus contenidos. Recordaran por ejemplo que la última nueva etapa del suplemento Babelia se estrenaba con una portada a todo trapo sobre Jonatthan Liddel, el autor de Las Benévolas, con un despliegue interior hiperbólico dedicado a un libro y a un autor que en gran parte el marketing editorial había alimentado.

La Bella: la Literatura

He subrayado el casi, y de ese casi, de la Bella, de la Literatura como institución y de las frustraciones que ella me origina en tanto editor, pasamos a hablar ahora. No veo necesario abundar en las frustraciones que me aporta el mercado pues creo que se deducen de todo lo dicho y son además el pan nuestro de cada día en la queja editorial.
La Literatura, así escrita con mayúsculas, además de alimento, puede ser también, para un editor literario, una forma de censura. Y no debería ser esto algo sorprendente puesto que la Estética, fuente en la que mana y de la que se reclama, nació al fin y al cabo como una forma de aduana, como un territorio protegido que la burguesía en su despliegue construyó frente a las ansias intervencionistas de los poderes a los que se enfrentaba: el absolutismo político y el absolutismo religioso, la monarquía y el altar. La abducción y ampliación que la Estética efectúa respecto a las Bellas Artes que el Renacimiento humanista propusiera significa la aparición de una nueva forma de legitimidad: la sensibilidad, el buen gusto y sobre esta legitimidad la Literatura levanta el territorio de su autonomía y la frontera entre lo que es y no es literatura, entre lo que es y no es buena o mala literatura. Es entonces, sabemos, cuando nace la crítica como cuerpo de inspectores literarios. Y nacen también las Literaturas nacionales como alma y expresión de las comunidades políticas al tiempo que se integran en el gran corpus doctrinal que el eurocentrismo propone como alta expresión de la Humanidad. La sensibilidad estética de filiación romántica como fundamento de una nueva elite y el humanismo de corte ilustrado como bien común abstracto e incuestionable. Y la Literatura como eje de esta renovada situación aristocrática. Y la lectura como ese momento sagrado en el que lo individual entra en contacto con lo universal. En su entorno, desalojado del sistema, expulsado hacia el grosero espacio de lo laico, el mal gusto del populacho que la incipiente industria editorial alimenta. De la revolución francesa que, no olvidemos, desembocó históricamente en una restauración parcial, no económica pero si cultural, del guillotinado espíritu aristocrático y del desamortizado poder eclesiástico, salió la trinidad de poderes: legislativo, judicial y ejecutivo con que el único poder verdadero, el económico asentaba la llegada al mundo de la clase burguesa y de su proyecto de convertirse en clase universal.
Si he sentido como necesario este pequeño excursus que nos remite a cualquiera de los denigrados manuales de historia social es para poder acercarme al tema que hoy nos reúne: el poder estético alrededor del cual sigue girando la crítica y la literatura. Ese poder que la Revolución no constitucionaliza y que ha de luchar por su cuenta para poder institucionalizarse como poder con autonomía siempre amenazada por los restos del poder eclesiástico –religioso, por el poder político que o bien lo abraza para legitimarse o bien lo censura para defenderse, y por el poder económico siempre ansioso de romper cualquier tipo de aduanas. Creo que lo que llamamos modernidad, y que en literatura representarían Baudelaire, Rimbaud y Flaubert, es el resultado de ese mapa de poderes en tensión, siempre con la amenaza al fondo de un proletariado emergente que exige no sólo formar parte del repertorio sino dinamitar el escenario. Y creo que fueron las Vanguardias las que mejor expresaron el papel de crema lubrificante que cumple la Estética en momentos de crisis de legitimidad. Las vanguardias que se atrevieron a decir no sólo que el Rey estaba denudo sino que la reina, la Estética, también. La Vanguardias… ese momento crítico que la crítica no debería olvidar.
De esa crisis la Estética saldrá y saldrá reforzada, con la ayuda, paradojas de la vida de quien parecía estar llamada a requisar sus privilegios: la Revolución Soviética en su momento estalinista y entiendo por estalinismo las consecuencias derivadas de la institucionalización de la doctrina del Socialismo en un solo país. Y digo que vino en su ayuda porque con la aparición de la estética estalinista, una vez asfixiadas las propuestas del Prolkult, el contructivismo o el rayonismo la Estética Estética, la de toda la vida para entendernos, encontró el enemigo sobre el que refundar su legitimidad: frente a una Estética antiestética en cuanto que negaba la autonomía del Arte ella se presentaba como la verdadera y necesaria Estética, autónoma y al servicio del hombre, el hombre como portador de valores estéticos. La Estética condición superior de lo humano. Lo humano como condición suprahistórica, navegando por encima o entre las clases como los detectives de Hammet o Chandler. La Estética al servicio del hombre (y digo hombre y no hombre y mujer, porque la mujer en esos tiempos todavía era una imaginación estética, una violada ensoñación patriarcal, aunque ciertamente ya empezaba a despertarse) y el hombre ya se sabe: una pasión inútil, un muñeco lleno de ruido y de furia, un ser para la muerte, un muerto en vacaciones, sin atributos ni cualidades, una cucaracha inválida, un lenguaje sin sujeto, un absurdo biológico, máquina de follar, un juguete rabioso, años de penitencia mientras se dirige la editorial que fundó papa, llamando ironía a la autocomplicidad narcisista, rentistas sensibles bebiendo exquisitas historias de perdedores bien acomodados en la Biela de la Recoleta,( esperando a Godot supongo), tiempo perdido que sólo la Estética puede revertir en tiempo recobrado. La Estética como autoayuda. La Literatura como manual de autoayuda para gentes que viven y se viven como excedente, gentes a las que no les pasa nada. La crítica vigilando que los personajes sean redondos, complejos, con mucha vida interior y merecedores de al menos dos visitas semanales al psiquiatra. Gran parte de la literatura moderna con la que muchos hemos crecido ha jugado a eso. La literatura que nos hizo y nos deshizo. Nuestra educación sentimental. Recuerden:

-Esa fue nuestra mejor aventura – dijo Frédèric.
-Sí, quizá sea nuestra mejor aventura - repuso Deslauriers.”


La postmodernidad.

Pero ya llegamos, no se impacienten, a la postmodernidad, es decir, a 1973, el año de los desacuerdos de Bretton Woods, a ese momento en que el capitalismo abandona el patrón oro, toda una metáfora, y se ve obligado para sobrevivir a abandonar cualquier fuente de legitimidad que no sea la propia: el beneficio económico. Las necesidades financieras que provoca el gran déficit comercial USA y del que se nutren el resto de las economías mundiales, exigen que el dinero se vea libre de cualquier sujeción a lo real. Desde entonces el dinero será sólo eso: dinero fiduciario, un acto de fe y la fe ya se sabe que si hace falta se impone a golpe de poder militar. Cualquier otra legitimidad queda a corto, medio o largo plazo derrocada. La postmodernidad inicia su avance y maquiavélicamente va a presentarse como una liberación: todas la legitimidades son válidas proclama en plan las mil flores de Mao, ¿Mao-Tse-Tung, recuerdan?, como si el capitalismo desatado no supusiera su destronamiento final por larga que estén resultando sus postrimerías. ¿Recuerdan a Milton Friedman haciendo ingeniería neoliberal sobre el cadáver de Allende? La ruptura con el oro, simbólica y materialmente, conlleva el destierro de cualquier valor intrínseco, el abandono de aquellos ropajes con que las democracias capitalistas habían venido vistiendo su labor civilizatoria; adiós al brillo, la distinción, a lo permanente, al aprecio de lo escaso, a los valores sólidos, palpables, conmensurables, cuantificables, eternos, a los valores en los que venía asentando su prestigio y autoritas la Bella humanista de nuestra historia.
Estamos asistiendo al siglo de oro de una burguesía que fin ha conseguido librarse de las rémoras aristocráticas que otrora le sirvieron para legitimarse. Ahora sí, ahora el contrato es el único código de relación social, cultural, político y está mandando a la estética al baúl de los recuerdos, donde habitan los quejumbrosos de la alternativa y de la noble autonomía del arte. Tanto hablar de la muerte del arte y de la desaparición del autor, y ahora resulta que el capitalismo se ha convertido en el más radical de los movimientos antiarte. En pleno despliegue global la burguesía ha decidido que ya no necesita vestirse con valores ajenos y que su propia ley, la lógica del beneficio, soy lo que compro, soy lo que vendo, es la única palabra legítima. Le llega con su propio cuerpo y ha decidido vender hasta su alma. Alma que por otra parte, no nos engañemos, siempre ha despreciado. La legitimidad burguesa empezó por entonces a decir adiós a sus compañeros de viaje: la política, la religión, el humanismo, la Estética. No sé en Argentina si sucedió algo semejante pero en España el Bretton Woods de la Estética, de la Literatura como alto patrimonio de la Humanidad y de la crítica como guardiana del nivel de exigencia formal se puede fechar: personalmente entiendo que la presentación del escritor Juan Benet al premio Planeta de 1980, con una novela, Aire de un crimen, que quedaría finalista, es el momento simbólico en que la Literatura se quita, gozosa e hipócrita, los tapones de cera de los oídos y se arroja en brazos de las sirenas del mercado, vendiendo su autonomía por un plato de lentejas y una buena cantidad de dineros. He visto a los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura,/ voraces, histéricos, desnudos,/ arrastrándose por las noches, en busca de algún premio literario. Aullido.
Lo de Benet no fue un hecho aislado: en los mismos años participan y legitiman el Planeta, paradigma hasta entonces de la Literatura no literaria, autores como Juan Marsé, Manuel Vázquez Montalbán o Jorge Semprúm. Son los años en que la narrativa española “se normaliza” es decir se pone al servicio del mercado: historias muy narrativas, es decir, con crimen, investigación y desenlace, prosa bonita color pastel, narrador escéptico, sustitución borgiana del argumento por la simetría y del conflicto por el misterio, gotas de metaliteratura y un existencialismo cursi – no se si esto es una redundancia- como fondo ideológico. Y la crítica aplaudiendo la buena nueva: al fin Stevenson habitó entre nosotros. Resumiendo y para no cansarles sólo decir que el existencialismo cursi sigue siendo el tono dominante desde entonces y el proceso de entrega al mercado se irá acelerando: la Vanguardia es el mercado; los premios literarios reinan en total impunidad (decir manipulados sería a volver a caer en la redundancia); la primera obligación de la literatura es divertir a los lectores, las fronteras entre la industria editorial y la literatura se diluyen, el marketing forma parte de la poética, el que no sale en la foto no existe. Es decir, la tan celebrada autonomía relativa de la Literatura no evita su entrada en la Industria del Ocio y Entretenimiento. Al tiempo los ideologemas postmodernos van empapando todo el territorio cultural: todas las legitimidades son legítimas, el pasado es un armario donde se puede entrar a saco, glosa, plagio y poco más; pensar en futuro es caer en el dogmatismo, el presente es un hipermercado y además puede entrarse en el sin moverse de casa; la cultura es lo fugaz; Internet es, al fin, la democracia; la precariedad es libertad; nadie tiene derecho a hablar en nombre de otros y por tanto el narrador en tercera es un narrador estalinista; el canon real es la lista de libros más vendidos; tener criterio es una forma de resentimiento, cuanto más sólido señal de mayor resentimiento.

La crítica.

Y a todo esto, ¿qué pasa con la crítica? me pregunto, se preguntaba Lucien de Rubemprè, el protagonista de Las ilusiones perdidas, -“¡Dios mío!, pero ¿y la crítica?, ¡la sacrosanta crítica!-, y sin duda se preguntaran todos ustedes a estas alturas de mi intervención. Pues, como diría Humberto Eco, entre apocalíptica e integrada.
En alguna ocasión he hablado de tres tipos de crítica y críticos: los catadores, los guardianes y los tribunos. Los catadores serían aquellos que asientan y legitiman sus juicios en su propio gusto o paladar literario. Esto me gusta, esto no me gusta y sus argumentos lógicamente nos remiten a sus sensaciones e impresiones. Para este tipo de críticos la literatura se reduce a un simple intercambio de privacidades y su mera función consiste en animar o frenar el consumo. Como el gusto suele ser bastante menos personal que lo que el narcisismo nos hace creer, el gusto de estos críticos coincide casi siempre con el gusto dominante. Abundan y sobreviven bien en el mercado, sobre todo si logran - tarea no muy fácil - construirse un tono radical en la expresión de su gusto que al mismo tiempo no cuestione el gusto hegemónico. Se delatan a si mismo por la frecuencia con que sentencian que en las novelas ya no puede haber descripción porque con la tele y el cine ya hemos visto todo.
Los guardianes son más escasos. La fuente de legitimidad de la que se reclaman es la Literatura con mayúsculas de la que hemos venido hablando, que tienden a identificar con la historia de la literatura, con el canon más o menos explícito o con una inaprensible cualidad del discurso que vive su vida más allá de los hechos y situaciones sociales en los que tiene lugar la producción y recepción de esa clase de discursos. En frase de Musil se sienten los custodios de esa cualidad y en su nombre miden, calibran y homologan. Alcanzar la categoría de "guardián de la pureza" requiere conocimiento del campo, de la historia de la literatura, y un cierto bagaje técnico - vía estilística, estructuralismo o teoría literaria - para ofrecer un instrumental "sacerdotal" a la altura del empeño. La reunión de estas cualidades hace que su número sea escaso y aún cuando su escasez los hace deseables, sus conflictos con los medios (su sentido de la exigencia suele chocar con la conveniencia informativa) los convierten en una especie en vías de extinción. Se les reconoce fácilmente por su recurso a un lenguaje objetivo, rotundo, opaco por veces y un tanto categórico, en el que aparecen, a modo de certificados de autoridad, citas y referencias de autores, obras y críticos contrastados.
La categoría que denominamos tribunos, en clara relación con los "tribunos de la plebe" de la antigua Roma, ha desaparecido de nuestro espacio literario. El tribuno se siente legitimado y responsable ante la "polís" y por eso su crítica es, en el sentido aristotélico del término, una crítica política. No es que el tribuno trasvase lo político a la literatura sino que encuadra los textos literarios en ese contexto inevitable y general que es la vida en común. El tribuno juzga aquello que se hace público y lo relaciona con el bien común, con lo que es o sería bueno para la salud de la sociedad y por lo tanto evalúa y juzga la salud literaria de las obras que se ofertan desde esa perspectiva.

En sociedades complejas como las nuestras, en donde el bien común es un concepto en disputa, el tribuno opta por uno u otro entendimiento y desde esa elección opera, critica. Su peligro reside en menospreciar lo que la literatura tiene de patrimonio de interés común en cuanto modo material de conocimiento específico. El crítico como tribuno requiere, como todos, una tribuna y por tanto precisa que en el dinamismo social coexistan con relevancia, es decir, poder, opciones distintas sobre el qué sea el bien común. Cuando determinadas instancias secuestran de manera hegemónica una determinada idea sobre el bien común o bien monopolizan los medios de producción y expresión que concurren para su construcción, el tribuno no tiene espacio, es decir, no puede existir. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo en estos tiempos en que reina no tanto el pensamiento único - concepto peligroso en mi opinión - sino un pensamiento hegemónico que niega cualquier idea de bien común que rebase la mera suma de los bienes individuales y en los que los medios de producción y expresión de este pensamiento casi monopolizan la voz de la polis, si es que algo queda de ella.
Ni que decir hay que estas tres categorías, en la práctica cotidiana, es decir, en el mundo de las revistas y suplementos literarios, no siempre aparecen con perfiles nítidos o bien definidos Rasgos de cada uno de ellos se cruzan y entrecruzan y no falta ejemplos del catador que cita a Steiner a troche y moche, ni del guardián que se deja llevar por la exaltación lírica ni de falsos tribunos que confunden lo político con las buenas intenciones pero, con todo, creo que es tarea bastante fácil ir constatando, caso por caso, el nicho categorial en el que se acomodan. Los más válidos son los que tienen vocación de guardianes y alguna dosis de tribunos.
¿Qué pasa con ellos en estas circunstancias históricas y culturales concretas en las que el mercado derrumba los muros de la famosa autonomía de la literatura? Los tribunos, como ya he dicho no existen, al menos en España. Los impresionistas están tan impresionados de que les dejen publicar que se han integrado feliz y plenamente: si toca hablar bien de Vila Matas pues se habla bien, si toca hablar mal de Benet pues se habla bien. Sufren un poco cuando no saben que toca decir ¿de este Aira qué digo?, a ver en Google qué sale. ¿Y de esta novela de un nuevo autor? A ver qué editorial la publica. Su terror es que haya un cambio de tendencia y les coja con el pié cambiado, por eso procuran andar siempre de puntillas. Dicho esto no voy a decir que los desprecio. Los editores sabemos que la crítica es publicidad y por tanto los necesitamos y les otorgamos el respeto que como publicistas nos merecen: mucho.
Pero los editores literarios necesitamos también a la crítica como brújula y mapa, como eco de retorno, y evidentemente para eso la crítica más imprescindible es la de los guardianes del templo, el coro de admiradores de la Bella ¿Y qué ha pasado con ellos o ellas? Son, a falta de tribunos, los mejores, saben que el significado no reside ya hecho en el texto o en el lector, sino que sucede durante la transacción entre el lector y el texto* y reúnen al menos una de las dos exigencias mínimas que debe tener un crítico de relieve: la capacidad para leer su lectura; la otra es tener valor y ¿qué pasa al respecto ahora cuando la Bestia amenaza con violar a la Bella?: pues que tienen miedo, sienten que algo está pasando que desborda su estatus, su posición, incluso su instrumental teórico y tienden a efectuar un doble movimiento defensivo: uno, el más fuerte y característico, en la línea apocalíptica: agarrarse al canon, a la Estética como Dios manda, a la jerga teórica más novedosa y a la afirmación de la Literatura como exigencia espiritual y como distinción jerarquizada, y otro, en la línea de los integrados: el canon sí pero es necesario ponerlo al día y si hay que meter a Pérez- Reverte pues se le mete, hay que dar a dios lo que es de dios pero voy a leerme unos comics no vaya a ser que…, Sí, sigamos hablando de Henry James y Benet y Borges pero de vez en cuando alguna reseñita sobre este escritor que emerge (normalmente llevan más de cinco novelas emergiendo) o sobre este que empieza, que para mantener el cetro a veces hay que mojarse los pantalones y pactar con el diablo. O sea, un claro movimiento conservador con coqueteos hacia el diluvio que viene con el pretexto de separar las aguas menores de las aguas mayores. Hay también guardianes, los menos listos todo hay que decirlo, que han optado por permanecer en sus cátedras confiando en que las aguas volverán a su cauce, y los hay que arriesgando el prestigio que nunca llegaron a tener, se trasmutan en santones de cualquier tendencia afterpostmoderna que empiece a hacer ruido. Eso sí, unos y otros, sintiéndose depositarios y albaceas de la Literatura, adoradores de la Bella de nuestro cuento.
¿Quien habla en la crítica? se preguntaba Ignacio Echevarria; a sus respuestas sumo una: pues el guardián esquizofrénico de una casa con dos puertas. Y ya se sabe que casa con dos puertas es mala de guardar y más cuando la situación no permite saber cual es la puerta principal y cual es la puerta de servicio. Y más cuando no dejas de ser un empleado del dueño de la casa que te deja ejercer su papel según le venga o no venga a conveniencia o capricho. Y más cuando el mercado ya ha inventado los porteros automáticos. Y a mi como editor lo que más miedo me da son precisamente los porteros automáticos. En el mundo editorial los porteros automáticos se llaman escandallos: una técnica de evaluación que incorpora como baremo las expectativas de venta y determina la edición o no de una propuesta de publicación. No me queda más remedio que preferir que siga habiendo guardianes de la sagrada Literatura. Y aunque esta sea para mi como editor una forma de frustración y de censura. Que no en vano, decía el escritor Armando López Salinas, la censura no deja de ser un interlocutor.

El editor.

Caballo de Troya, la editorial en la que trabajo como Director Literario, es una editorial peculiar, se define como “una editorial con perfil de editorial independiente dentro de un gran grupo editorial, Random House Mondadori, que como saben agrupa a distintas editoriales relevantes a este y al otro lado del Atlántico y que a su vez esta participada por la Multinacional Berstelsman y Mondadori Italia. Algo así como la República de Andorra, aprisionada entre los Pirineos de Francia y España. Su nacimiento proviene de circunstancias que no vienen al caso pero como iniciativa empresarial responde a una estrategia bastante clara: funcionar como editorial cantera, invernadero, laboratorio, trampolín, campo de exploración y reclutamiento de nuevo autores, nuevas propuestas, nuevas voces, retornos imprescindibles o nuevas literaturas. Como fácilmente comprenderán lo de perfil independiente traducido al castellano quiere decir de mínimo presupuesto. Jorge Herralde que reclama para si celosamente el rótulo de independiente me definió un día como editor consentido, y no le falta razón.
Como editor pobre que soy no soy ni podría ser un editor conservador. Los pobres no tienen nada que conservar. En teoría las editoriales más pobres, que ahora se llaman independientes, no deberían ser conservadoras sino osadas y arriesgadas. A pesar de mi escaso conocimiento del mundo editorial argentino tengo la sensación de que aquí esta ecuación funciona. Veo el trabajo de editoriales como Interzona, Entropía, Beatriz Viterbo, El cuenco de plata, por citar algunas y confirmo esta impresión. En España curiosamente la mayoría de las llamadas editoriales independientes son conservadoras, apenas algunas como Lengua de Trapo, Periférica o DVD incorporan a sus catálogos nuevas voces o propuestas; el resto reeditan clásicos o traducen autores ya homologados literariamente en su lengua de origen. Supongo que esta diferencia se debe a que los pobres españoles son menos pobres que los pobres argentinos. Recuerden:

- Ernest, he descubierto que los ricos son diferentes.
- Sí Scott, son ricos.

Esta inclinación hacia la Literatura homologada es un rasgo pertinente de la edición independiente española y la crítica les presta no escasa atención; a los editores siempre nos parece poca pero en mi opinión esta atención, aunque discreta por ubicación y espacio, sería incluso sorprendente si no entendiéramos que la crítica española es a su vez, como hemos dicho, conservadora, amante por tanto de la literatura que se viste, reviste o disfraza de literatura, en el sentido no muy favorable en que he venido hablando de ella. La literatura como humanismo en definitiva.
Mi problema como editor literario y pobre sería por tanto cómo entrar en esa casa que custodian los críticos guardianes bajo la atenta mirada escrutadora de la Bella. Esto ya sería un problema pero a esto se suma otro más: como crítico, en la parte de crítico que todo editor aporta, creo que esa casa, la casa de la literatura, es una casa más muerta que viva, una casa en ruinas, espléndidas ruinas acaso, pero ruinas. La literatura como humanismo, es decir la literatura tal y como la hemos venido entendiendo está agonizando, resistiéndose, lo que la convierte en un animal peligros, pero agonizante. Joseph Brodsky, quizá uno de los últimos y más extraordinarios habitantes de esa casa, pensaba que la amenaza de demolición venía del Este, de lo que veía como deshumanización que surgió del frío, algo incompatible en efecto, con la Literatura. Lo que no se esperaba es que pasara lo que está pasando: que la demolición viniera del Oeste, del carácter depredador que el mercado capitalista, ya sin frenos, que como el caballo de Atila allá por donde prisa la única hierba que vuelve a brotar es la mercancía. (perdón, he escrito prisa en lugar de pisa pero debe ser una errata, no se lo tomen como lapsus o acto fallido). Qué sorpresa se estará llevando Brodsky allá en los cielos literarios, él, que sabía con precisión que la Estética, de ser, es precisamente ese plus que ninguna mercancía alcanza. Y quizá se inquietaría profundamente al ver como la proliferación masiva de la palabra escrita en el ciberespacio le está arrebatando a la escritura su condición de privilegiado vehículo de lo memorable. Claro que, con perdón de nuevo, lo mío es peor: necesito entrar en una casa que está en llamas. No sin motivo busqué como slogan para la editorial una frase esquizofrénica: Caballo de Troya. Para entrar o salir de la ciudad sitiada, rindiendo así también un pequeño homenaje a la obra de Ángel Rama.
Entrar en una casa en ruinas porque aunque el Arte se esté desmoronando, entre la ruinas permanecerán las artes y materiales con que construir una nueva casa que nos cobije; una casa que quizá ya no se llame Literatura con mayúscula en la que no habrá salones que atemoricen, ni suelos encerados para que resbalen los advenedizos ni cuarto de servicio, donde habrá habitaciones propias pero la biblioteca no será de disfrute privado y la lectura será lectura compartida. Una casa habitable aunque su fachada no respete las proporciones áureas. Lo malo es que para construir esa casa se requiere un solar, se necesitaría primero construir ese solar, nacionalizar el suelo, acabar con la propiedad privada de las empresas inmobiliarias y, con sinceridad y queja, no veo fuerzas sociales que empujen en esa dirección. Más bien todos preferimos sufrir la hipoteca y cultivar el jardín para sentarnos a la sombra de las muchachas en flor que la Bella nos aporte como dote. Pero personalmente, editorialmente quiero decir, no me resigno, al menos todavía, a la dulce vida de jubilado, al último paraíso que el capitalismo nos promete. Estéticamente, como diría la Bella, sigo prefiriendo el sentido del rencor al sentido de humor.
Por eso me interesan las novelas dislocadas, la literatura rota, la literatura postautónoma de la que habla Josefina Ludmer, la postliteratura de Aira, la osadía de Fogwill, la preliteratura del Chitarroni de Propiedades del no, las hipérboles disparatadas de Guebel o Sergio Bizzio, Eloisa, el personaje posthumano y sin vida interior de Opendoor de Iosi Havilio, o esos personajes de Tabarovsky que hacen saltar por los buenos aires aquella sentencia de Sartre: “una cosa es lo que hacen con nosotros y otra cosa es lo que nosotros hacemos con lo que han hecho con nosotros”. Una sentencia en la que humanismo de izquierdas quiso encontrar su último refugio.
Y por eso me interesa muy especialmente la mala literatura. Porque la mala literatura permite decir cosas que la buena literatura censura. Les pongo un ejemplo: en Madame Bovary ustedes recordarán que cuando el pobre Charles Bovary presenta al padre de Emma su deseo de contraer matrimonio, este le dice que aguarde delante de una ventana de la casa mientras él le traslada la proposición a su hija. Durante veintisiete minutos, precisa Flaubert, Charles esperó hasta que se abre la ventana como señal de aceptación. En una novela en la que la cuestión del matrimonio es fundamental ¿cómo puede ser que se nos hurte esa larga conversación de veintisiete minutos entre Emma y su padre?, pues porque Flaubert sabe que la buena literatura no le permite contarla, pues si lo hiciera parte del misterio romántico de Emma se vendría abajo y la crítica hablaría de escena discursiva, demostrativa, prosaica, que impide al lector participar creativamente o que rompe la sagrada regla del punto de vista. A mí sin embargo me gustaría leer esa escena y por eso me interesa la mala literatura, la no literatura.

Final.

Termino contándoles un dilema que hace poco se me presentó como editor: Cuando puse en marcha Caballo de Troya decidí leer personalmente todos los originales que me llegasen. Leer un original como comprenderán no es leer todo el texto de cabo a rabo, a veces con leer la dedicatoria es suficiente. Recibo unos cuatrocientos ejemplares al año. Hace unos meses me llegó uno que me llamó la atención. Empecé a leerlo y me di cuenta pronto de que no estaba muy bien escrito, no es tuviera problemas de sintaxis u ortografía pero la adjetivación era bastante tópica, los personajes, predecibles, estaban construidos con alfileres y el tonillo era un poco sentimentaloide, pero contaba una historia: cómo el deseo de ser felices es un peligro que siempre nos acecha, y entendí, más como tribuno que como guardián, que esa historia merecía y debía hacerse pública. Me preocupaba la censura, la mirada de los guardianes sobre un texto débil desde su óptica. Caballo de Troya no es una editorial a la que se le exija vender mucho pero necesita por su propio perfil tener una buena recepción crítica. Me imaginaba a los críticos diciéndose: pero cómo Constantino que fue el primer editor de Sebald en castellano ha podido publicar esta novela tan inane. Sebald, ya saben, el Arte como duelo*, la nostalgia del desaparecido tono alto, la cultura como complicidad; pero cómo Constantino, el editor de Cormac McCarthy, publica esta historia de sentimientos tan banales. McCarthy, ya saben, desgarro y aspereza, la nostalgia por el paraíso machista perdido, el paisaje de Bonanza con la caligrafía de Grupo salvaje. No sabía que decisión tomar, cierto que en la novela había algunas referencias al jazz, lo que siempre queda fino, algún pequeño misterio pero sin ninguna simetría deslumbrante, y por demás tenía un argumento que argumentaba – me van a acusar de publicar una novela de tesis, me decía-, había más intriga, qué esta pasando, que suspense, qué va a pasar – les va a parecer aburrida, calibraba-, y no era una novela que halagase las altas pasiones cursis del lector, en plan El último encuentro de Sandor Marai, ni que le permitiese, como las novelas de Javier Marías, sentirse especialmente inteligente. No era, en definitiva, una novela que fuese a gustar a esos críticos a los que lo que más les gusta de la literatura es que les guste la literatura ¿Qué hacer?(Recuerden:Vladimir Ulianov Lenin. Editorial Progreso. Moscú, 1964). Finalmente encontré una solución para que la novela pudiese entrar, aunque fuera de contrabando, en la ciudad sitiada. Le propuse al autor que la novela se abriese con una cita de Rainer María Rilke. No me llamen cínico. Si hay que alimentar a la Bella no es mi culpa, para bien o para mal agoniza pero sigue viva y su rostro nos sigue atrayendo. No me delaten, por favor. Sólo soy un crítico frustrado. Si fuera un editor argentino le hubiera propuesto una cita de Juan José Saer. A veces una cita funciona como las ristras de ajos con los vampiros. La publiqué y ya ven, hasta ha tenido buenas críticas.
Bueno, espero no haber ofendido a ningún creyente, sacerdote, sacerdotisa, monagillo, beata o beato. Soy ateo pero yo también quiero ir al cielo. Ocurre sin embargo que allí la Bella y la Bestia ocupan tanto espacio que apenas dejan sitio para nadie. Habría que desalojarlos para que el lugar fuera un lugar habitable. Quisiera una crítica que me ayudase a echarlos. Non serviam ¿Recuerdan a Satanás? Lo expulsaron del cielo. Non serviam. Muchas gracias.

(*) Martín López Navia. “Campo de batalla” Edit Furafumos. Lugo 1986.
(*) Rosenblatt, L, “Writing and reading: The transactional theory”. Illinois Unv. 1988.
(*) Hordelin.













2 comentarios:

  1. Captatio benevolentia, maestro. Sonaría a falsa modestia y erudicción, y sabemos que no es así. Perdón por la corrección pedante.

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  2. Gracias por la corrección, mi secretario de latines no andaba ese día muy católico.Corrijo.

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